Para llevar a cabo la actividad, esta vez vamos que tener que leer un poco previamente. A continuación, os incluyo algunos textos de maestros de la literatura: un párrafo del Quijote, una prosa poética de Alejandra Pizarnik, otra de María Zambrano, el final de “Aura”, de Carlos Fuentes, unas desternillantes instrucciones de las “Historias de cronopios y de famas”, de Julio Cortázar, un capítulo de las “Industrias y andanzas de Alfanhuí”, de R. Sánchez Ferlosio y un cuento de Doña Emilia Pardo Bazán.
Comenzaremos
por leer dichos textos. Helos aquí:
1
—Dadme
albricias, buenos señores, de que ya yo no soy don Quijote de la Mancha, sino
Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de Bueno. Ya soy
enemigo de Amadís de Gaula y de toda la infinita caterva de su linaje, ya me
son odiosas todas las historias profanas del andante caballería, ya conozco mi
necedad y el peligro en que me pusieron haberlas leído, ya, por misericordia de
Dios, escarmentando en cabeza propia, las abomino.
Cuando
esto le oyeron decir los tres, creyeron, sin duda, que alguna nueva locura le
había tomado. Y Sansón le dijo:
—¿Ahora,
señor don Quijote, que tenemos nueva que está desencantada la señora Dulcinea,
sale vuestra merced con eso? Y ¿agora que estamos tan a pique de ser pastores,
para pasar cantando la vida, como unos príncipes, quiere vuesa merced hacerse
ermitaño? Calle, por su vida, vuelva en sí, y déjese de cuentos.
—Los
de hasta aquí —replicó don Quijote—, que han sido verdaderos en mi daño, los ha
de volver mi muerte, con ayuda del cielo, en mi provecho. Yo, señores, siento
que me voy muriendo a toda priesa; déjense burlas aparte, y traíganme un
confesor que me confiese y un escribano que haga mi testamento, que en tales
trances como éste no se ha de burlar el hombre con el alma; y así, suplico que,
en tanto que el señor cura me confiesa, vayan por el escribano.
Miráronse
unos a otros, admirados de las razones de don Quijote, y, aunque en duda, le
quisieron creer; y una de las señales por donde conjeturaron se moría fue el
haber vuelto con tanta facilidad de loco a cuerdo, porque a las ya dichas
razones añadió otras muchas tan bien dichas, tan cristianas y con tanto
concierto, que del todo les vino a quitar la duda, y a creer que estaba cuerdo.
Hizo
salir la gente el cura, y quedóse solo con él, y confesóle.
El
bachiller fue por el escribano, y de allí a poco volvió con él y con Sancho
Panza; el cual Sancho, que ya sabía por nuevas del bachiller en qué estado
estaba su señor, hallando a la ama y a la sobrina llorosas, comenzó a hacer
pucheros y a derramar lágrimas. Acabóse la confesión, y salió el cura,
diciendo:
—Verdaderamente
se muere, y verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano el Bueno; bien podemos
entrar para que haga su testamento.
Estas
nuevas dieron un terrible empujón a los ojos preñados de ama, sobrina y de
Sancho Panza, su buen escudero, de tal manera, que los hizo reventar las
lágrimas de los ojos y mil profundos suspiros del pecho; porque,
verdaderamente, como alguna vez se ha dicho, en tanto que don Quijote fue
Alonso Quijano el Bueno, a secas, y en tanto que fue don Quijote de la Mancha,
fue siempre de apacible condición y de agradable trato, y por esto no sólo era
bien querido de los de su casa, sino de todos cuantos le conocían.
Entró
el escribano con los demás, y, después de haber hecho la cabeza del testamento
y ordenado su alma don Quijote, con todas aquellas circunstancias cristianas
que se requieren, llegando a las mandas, dijo:
—Ítem,
es mi voluntad que de ciertos dineros que Sancho Panza, a quien en mi locura
hice mi escudero, tiene, que, porque ha habido entre él y mí ciertas cuentas, y
dares y tomares, quiero que no se le haga cargo dellos, ni se le pida cuenta
alguna, sino que si sobrare alguno, después de haberse pagado de lo que le
debo, el restante sea suyo, que será bien poco, y buen provecho le haga; y, si
como estando yo loco fui parte para darle el gobierno de la ínsula, pudiera
agora, estando cuerdo, darle el de un reino, se le diera, porque la sencillez
de su condición y fidelidad de su trato lo merece.
Y,
volviéndose a Sancho, le dijo:
—Perdóname,
amigo, de la ocasión que te he dado de parecer loco como yo, haciéndote caer en
el error en que yo he caído, de que hubo y hay caballeros andantes en el mundo.
—¡Ay!
—respondió Sancho, llorando—: no se muera vuestra merced, señor mío, sino tome
mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre
en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras
manos le acaben que las de la melancolía. Mire no sea perezoso, sino levántese
desa cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado:
quizá tras de alguna mata hallaremos a la señora doña Dulcinea desencantada,
que no haya más que ver. Si es que se muere de pesar de verse vencido, écheme a
mí la culpa, diciendo que por haber yo cinchado mal a Rocinante le derribaron;
cuanto más, que vuestra merced habrá visto en sus libros de caballerías ser
cosa ordinaria derribarse unos caballeros a otros, y el que es vencido hoy ser
vencedor mañana.
—Así
es —dijo Sansón—, y el buen Sancho Panza está muy en la verdad destos casos.
—Señores
—dijo don Quijote—, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay
pájaros hogaño: yo fui loco, y ya soy cuerdo; fui don Quijote de la Mancha, y
soy agora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno. Pueda con vuestras mercedes
mi arrepentimiento y mi verdad volverme a la estimación que de mí se tenía, y
prosiga adelante el señor escribano.
Miguel de Cervantes (Don Quijote de la Mancha)
2
LA
PALABRA DEL DESEO
Esta
espectral textura de la oscuridad, esta melodía en los huesos, este soplo de
silencios diversos, este ir abajo por abajo, esta galería oscura, este hundirse
sin hundirse.
¿Qué estoy diciendo? Está oscuro y
quiero entrar. No sé qué más decir. (Yo no quiero decir, yo quiero entrar). El
dolor de los huesos, el lenguaje roto a palabras, poco a poco reconstituir el
diafragma de la irrealidad.
Posesiones no tengo (esto es seguro;
al final algo seguro). Luego una melodía. Es una melodía plañidera, una luz lila,
una inminencia sin destinatario. Veo la melodía. Presencia de una luz
anaranjada. Sin tu mirada no voy a saber vivir, también esto es seguro. Te
suscito, te resucito. Y me dijo que saliera al viento y fuera de casa en casa
preguntando si estaba.
Paso desnuda con un cirio en la mano,
castillo frío, jardín de las delicias. La soledad no es estar parada en el
muelle, a la madrugada, mirando el agua con avidez. La soledad es no poder
decirla por no poder circuncidarla por no poder darle un rostro por no poder
hacerla sinónimo de un paisaje. La soledad sería esta melodía rota de mis
frases.
Alejandra Pizarnik (El infierno
musical)
3
EL CLARO del bosque es un centro en
el que no siempre es posible entrar; desde la linde se le mira y el aparecer de
algunas huellas de animales no ayuda a dar ese paso. Es otro reino que un alma
habita y guarda. Algún pájaro avisa y llama a ir hasta donde vaya marcando su
voz. Y se la obedece; luego no se encuentra nada, nada que no sea un lugar
intacto que parece haberse abierto en ese solo instante y que nunca más se dará
así. No hay que buscarlo. No hay que buscar. Es la lección inmediata de los
claros del bosque: no hay que ir a buscarlos, ni tampoco a buscar nada de
ellos. Nada determinado, prefigurado, consabido. Y la analogía del claro con el
templo puede desviar la atención.
Un templo, mas hecho por sí mismo,
por "Él", por "Ella" o por "Ello", aunque el
hombre con su labor y con su simple paso lo haya ido abriendo o ensanchando. La
humana acción no cuenta, y cuando cuenta da entonces algo de plaza, no de
templo. Un centro en toda su plenitud, por esto mismo, porque el humano
esfuerzo queda borrado, tal como desde siempre se ha pretendido que suceda en
el templo edificado por los hombres a su divinidad, que parezca hecho por ella
misma, y las imágenes de los dioses y seres sobrehumanos que sean la impronta
de esos seres, en los elementos que se conjugan, que juegan según ese ser
divino.
Y queda la nada y el vacío que el
claro del bosque da como respuesta a lo que se busca. Mas si nada se busca, la
ofrenda será imprevisible, ilimitada.
María Zambrano (Claros del bosque)
4
—Aura.
. .
Entrarás
a la recámara. Las luces de las veladoras se habrán extinguido. Recordarás que
la vieja ha estado ausente todo el día y que la cera se habrá consumido, sin la
atención de esa mujer devota. Avanzarás en la oscuridad, hacia la cama.
Repetirás:
—Aura.
. .
Y
escucharás el leve crujido de la tafeta sobre los edredones, la segunda
respiración que acompaña la tuya: alargarás la mano para tocar la bata verde de
Aura; escucharás la voz de Aura:
—No...
no me toques. . . Acuéstate a mi lado. . .
Tocarás
el filo de la cama, levantarás las piernas y permanecerás inmóvil, recostado.
No podrás evitar un temblor:
—Ella
puede regresar en cualquier momento. . .
—Ella
ya no regresará.
—¿Nunca?
—Estoy
agotada. Ella ya se agotó. Nunca he podido mantenerla a mi lado mas de tres
días.
—Aura.
. '.
Querrás
acercar tu mano a los senos de Aura. Ella te dará la espalda: lo sabrás por la
nueva distancia de su voz.
—No...
No me toques. . .
—Aura.
. . te amo
—Sí,
me amas. Me amarás siempre, dijiste ayer. ..
—Te
amaré siempre. No puedo vivir sin tus besos, sin tu cuerpo.
—Bésame
el rostro; sólo el rostro.
Acercarás
tus labios a la cabeza reclinada junto a la tuya, acariciarás otra vez el pelo
largo de Aura: tomarás violentamente a la mujer endeble por los hombros, sin
escuchar su queja aguda; le arrancarás la bata de tafeta, la abrazarás, la
sentirás desnuda, pequeña y perdida en tu abrazo, sin fuerzas, no harás caso de
su resistencia gemida, de su llanto impotente, besarás la piel del rostro sin
pensar, sin distinguir: tocarás esos senos fláccidos cuando la luz penetre
suavemente y te sorprenda, te obligue a apartar la cara, buscar la rendija del
muro por donde comienza a entrar la luz de luna, ese resquicio abierto por los
ratones, ese ojo de la pared que deja filtrar la luz plateada que cae sobre el
pelo blanco de Aura, sobre el rostro desgajado, compuesto de capas de cebolla,
pálido, seco y arrugado como una ciruela cocida: apartarás tus labios de los
labios sin carne que has estado besando, de las encías sin dientes que se abren
ante ti: verás bajo la luz de la luna el cuerpo desnudo de la vieja, de la
señora Consuelo, flojo, rasgado, pequeño y antiguo, temblando ligeramente
porque tú lo tocas, tú lo amas, tú has regresado también...
Hundirás
tu cabeza, tus ojos abiertos, en el pelo plateado de Consuelo, la mujer que
volverá a abrazarte cuando la luna pase, sea tapada por las nubes, los oculte a
ambos, se lleve en el aire, por algún tiempo, la memoria de la juventud, la memoria
encarnada.
—Volverá,
Felipe, la traeremos juntos. Deja que recupere fuerzas y la haré regresar.
Carlos Fuentes (Aura)
5
INSTRUCCIONES
PARA SUBIR UNA ESCALERA
Nadie
habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que
una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte
siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva
perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta
alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de
las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente, se está
en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños, formados
como se ve por dos elementos, se sitúa un tanto más arriba y más adelante que
el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquier otra
combinación produciría formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de
trasladar de una planta baja a un primer piso.
Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás
o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en
mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque
no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al
que se pisa, y respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza
por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi
siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el
escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos
pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero
que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del
pie, se la hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en
éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros
peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación
necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la
explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el
pie).
Llegado
en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta
encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un
ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el
momento del descenso.
Julio Cortázar (Historias de
cronopios y de famas)
6
De cómo Alfanhuí llegó a encender el fuego y la larga historia que el
maestro le contó
Después de muerta la criada no se
volvió a encender el fuego. El maestro se había quedado triste, y Alfanhuí no
se atrevía a decir nada. Pero un día lo vio como con frío y le preguntó:
-¿Quieres que te encienda fuego,
maestro?
El maestro se quedó un momento
sorprendido y luego dijo que sí. Alfanhuí conocía bien la leña. Sabía los
maderos que daban llamas tristes y los que daban llamas alegres; los que hacían
hogueras fuertes y oscuras, los que claras y bailarinas, los que dejaban
rescoldo femenino para calentar el sueño de los gatos, los que dejaban rescoldos
viriles para el reposo de los perros de caza.
Alfanhuí había aprendido a conocer la leña en
casa de su madre, donde también se encendía fuego, y supo que el fuego de su
maestro era como el fuego de los tíos maternos, de los viajeros que llegaban
vestidos de gris. Así llegó Alfanhuí con un brazado de leña escogida y se puso
a encender el fuego. El maestro lo contemplaba desde su silla. Lo veía agachado
junto a la chimenea, atento a su trabajo, miró sus ojos de frío alcaraván; vio,
por fin, encenderse, viva y alegre, la primera llama de Alfanhuí y se le
pusieron brillantes las pupilas y una sonrisa a flor de labios. Luego dijo:
-Nunca pensé, Alfanhuí, que llegarías
a hacerme compañía. Para tu primer fuego, Alfanhuí, te contaré mi primera
historia.
Y le gustaba mucho repetir el nombre
de Alfanhuí porque él se lo había puesto. Luego empezó la historia.
-Cuando yo era niño, Alfanhuí, mi
padre fabricaba lámparas de aceite. Trabajaba todo el día, y hacía candiles de
hierro para las cabañas y lámparas de latón dorado para los palacios. Hacía mil
y mil clases de lámparas distintas. Tenía también los mejores libros que se
habían escrito sobre lámparas. En uno de ellos se hablaba de la “piedra de
vetas”. Era ésta una piedra que decían durísima, pero porosa como una esponja,
y que tenía el tamaño de un huevo y la forma de una almendra. Tenía esta piedra
la virtud de beber siete tinajas de aceite. La dejaban en una tinaja y a la
mañana siguiente todo el aceite había desaparecido y la piedra tenía el mismo
tamaño. Cuando se había bebido siete tinajas, ya no quería más. Entonces
bastaba ponerle una torcida y encender; para que diese una llama blanca como la
leche, que duraba eternamente. Cuando se quería también podía apagarse. Pero si
se quería de nuevo el aceite, sólo una lechuza sabía sacárselo, hasta dejar la
piedra enjuta como antes. Mi padre hablaba siempre de esta piedra, y nada
hubiera deseado en el mundo tanto como tenerla. Mi padre solía mandarme por los
caminos para que aprendiera los colores de las cosas, y yo tardaba muchos días
en volver.
Un día salí para uno de mis viajes.
Llevaba un palo al hombro, y en la punta del palo, un pañuelo con merienda. Iba
por un camino calizo entre colinas de polvo, sin hierba, con apenas algunos
árboles secos donde se posaban las urracas. También había por el campo muchos hoyos y harapos y
pucheros de barro quebrados, y ruedas y destrozos de carro y otro sinfín de
despojos, porque todo lo que se rompía iban a tirarlo a aquella tierra. Apenas
nadie iba por el camino porque era un día de mucho sol, y el sol era muy malo
allí, aunque todavía no había entrado el verano.
A lo lejos vi una figura sentada en
una piedra, orilla del camino. Al llegar, vi que era un mendigo y me decía:
“Dame de tu merienda”.
Me hizo un sitio en la piedra y nos
pusimos a comer. Entonces vi cómo era. Llevaba unos pantalones oscuros, hasta
media pantorrilla, y un chaleco pardo, del que asomaban los hombros y los
brazos desnudos. Pero su carne era como la tierra del campo. Tenía su forma y su
color. En lugar de pelo, le nacía una espesa mata de musgo, y tenía en la
coronilla un nido de alondra con dos pollos. La madre revoloteaba en torno de
su cabeza. En la cara le nacía una barba de hierba diminuta cuajada de
margaritas, pequeñas como cabezas de alfiler. El dorso de sus manos también
estaba florido. Sus pies eran praderas y le nacían madreselvas enanas, que
trepaban por sus piernas, como por fuertes árboles. Colgada del hombro llevaba
una extraña flauta.
Era un mendigo robusto y alegre, y me
contó que le germinaban las carnes de tanto andar por los caminos, de tanto
caerle el sol y la lluvia y de no tener nunca casa. Me dijo que en el invierno
le nacían muchos musgos por todo el cuerpo y otras plantas de mucho abrigo,
como en la cabeza, pero que cuando venía la primavera se le secaban aquel musgo
y aquellas plantas y se le caían, para que le nacieran la hierba y las
margaritas. Luego me explicó cómo era la flauta. Dijo que era al revés de las
demás y que había que tocarla en medio de un gran estruendo, porque en lugar de
ser, como en las otras, el silencio, fondo y el sonido, tonada, en ésta el
ruido hacía de fondo y el silencio daba la melodía. La tocaba en medio de las
grandes tormentas y aguaceros, y salían de ella notas de silencio, finas y
ligeras, como hilos de niebla. Y nunca tenía miedo de nada.
Me pasé la tarde hablando con él, y
se nos vino la noche encima. El mendigo me invitó a dormir en su tueca de
árbol. Anduvimos un rato y llegamos a ella. Era un árbol grande, y había dentro
muchas cosas que no se veían bien. El hueco del tronco era altísimo, subía en
forma de cono y la madera hacía crestas, vueltas de arista hacia adentro, como
las láminas de las setas. Arriba, se veía azulear la noche con estrellas.
El mendigo encendió un candil, y yo
vi una llamita blanca, luminosa. Era la piedra de vetas. Entonces le conté cómo
mi padre había codiciado siempre aquella piedra, y el mendigo, que era
generoso, me la dio. Apenas pude dormir aquella noche, y a la mañana siguiente
tomé el camino de vuelta. Llegué a mi casa gritando: “¡Padre, padre!”.
Pero, al entrar en el cuarto de mi
padre, vi que había muerto. Todos estaban alrededor de él, quietos y callados.
Ni siquiera miraron cuando yo entré. Mi padre estaba tendido sobre una mesa,
envuelto en una venda blanca y se le veía tan solo la cara. Tenía la boca
abierta como un viejo pez y la luz de cuatro lámparas de aceite brillaba en la
rendija vidriosa de sus ojos entreabiertos. No miré más, y me fui a llorar con
la cara envuelta en una cortina donde lloraba siempre.
El maestro levantó la vista y miró
el fuego que Alfanhuí había encendido para él. Luego continuó:
-Algunos días después de que lo
hubieran enterrado escogí yo la lámpara más bonita que pude hallar y preparé un
candil con la piedra de vetas para llevarlo al camposanto.
Mi padre dormía en una cueva,
debajo de tierra, metido en una urna de cristal. Sin que nadie me viera entré
allí y colgué la lámpara en la pared, a la cabecera. Luego la encendí con la
que traía y miré el rostro de mi padre a la luz de la llamita blanca.
El maestro calló y miró a Alfanhuí,
sentado en el suelo junto a la chimenea. El fuego era apenas un rescoldo. El
maestro se levantó de la silla y se fue a la cama. Alfanhuí se quedó pensativo
junto al lar, hurgando en los tizones con una varita.
Rafael Sánchez Ferlosio (Industrias y
andanzas de Alfanhuí )
7
El fondo del
alma
El día era radiante. Sobre las
márgenes del río flotaba desde el amanecer una bruma sutil, argéntea, pronto
bebida por el sol.
Y como el luminar iba picando más de
lo justo, los expedicionarios tendieron los manteles bajo unos olmos, en cuyas
ramas hicieron toldo con los abrigos de las señoras. Abriéronse las cestas,
salieron a luz las provisiones, y se almorzó, ya bastante tarde, con el apetito
alegre e indulgente que despiertan el aire libre, el ejercicio y el buen humor.
Se hizo gasto del vinillo del país, de sidra achampañada, de licores, servidos
con el café que un remero calentaba en la hornilla.
La jira se había arreglado en la
tertulia de la registradora, entre exclamaciones de gozo de las señoritas y
señoritos que disfrutaban con el juego de la lotería y otras igualmente
inocentes inclinaciones del corazón no menos lícitas. Cada parejita de tórtolos
vio en el proyecto de la excelente señora el agradable porvenir de un rato de
expansión; paseo por el río, encantadores apartes entre las espesuras floridas
de Penamoura. El más contento fue Cesáreo, el hijo del mayorazgo de Sanin,
perdidamente enamorado de Candelita, la graciosa, la seductora sobrina del
arcipreste.
Aquel era un amor, o no los hay en el
mundo. No correspondido al principio, Cesáreo hizo mil extremos, al punto de
enfermar seriamente: desarreglos nerviosos y gástricos, pérdida total del
apetito y sueño, pasión de ánimo con vistas al suicidio. Al fin se ablandó
Candelita y las relaciones se establecieron, sobre la base de que el rico
mayorazgo dejaba de oponerse y consentía en la boda a plazo corto, cuando
Cesáreo se licenciase en Derecho. La muchacha no tenía un céntimo, pero... ¡ya
que el muchacho se empeñaba! ¡Y con un empeño tan terco, tan insensato!
-Allá él, señores... -así dijo el
mayorazgo a sus tertulianos y tresillistas, otros hidalgos viejos, que
sonrieron aprobando, y hasta clamando «enhorabuena», fácilmente benévolos para
lo que no les «llegaba el bolsillo»... Al cabo, ellos no habían de dar biberón
a lo que naciese de la unión de Cesáreo y Candelita.
-La felicidad del noviazgo la saboreó
Cesáreo desatadamente. Loco estaba antes de rabia, y loco estaba ahora de
júbilo; las contadas horas que no pasaba al lado de su novia las dedicaba a
escribirle cartas o a componer versos de un lirismo exaltado. En el pueblo no
se recordaba caso igual: son allí los amoríos plácidos, serenos, con algo de
anticipada prosa casera entre las poesías del idilio. Envidiaron a Candelita
las niñas casaderas, encubriendo con bromas el despecho de no ser amadas así; y
cuando, al preguntarle chanceras qué hubiese sucedido si Candelita no le
corresponde, contestaba Cesáreo rotundamente: «me moriría», las muchachas se
mordían el labio inferior. ¡Qué tenía la tal Candelita más que las otras, vamos
a ver!...
En la jira a Penamoura estuvo hasta
imprudente, hasta descortés, el hijo del mayorazgo: de su proceder se murmuraba
en los grupos. Todo tiene límite; era demasiada cesta. Aquellos ojos que se
comían a Candelita; aquellos oídos pendientes del eco de su voz; aquellos
gestos de adoración a cada movimiento suyo... francamente, no se podían
aguantar. Mientras la parejita se aislaba, adelantándose castañar arriba, a
pretexto de coger moras, el sayo se cortó bien cumplido; sólo el viejo capitán
retirado, don Vidal, que dirigía la excursión, opinó con bondad babosa que eran
«cosas naturales», y que si él se volviese a sus veinticinco, atrás se dejaría
en rendimiento y transporte a Cesáreo...
Habían decidido emprender el regreso
a buena hora, porque, en otoño, sin avisar se echa encima la noche; pero
¡estaba tan hermoso el pradito orlado de espadañas! ¡Si casi parecía que
acababan de comer! ¡Si no habían tenido tiempo de disfrutar la hermosura del
campo! Daba lástima irse... Además, tenían luna para la navegación. Fue
oscureciendo insensiblemente, y con la puesta del sol coincidió una niebla,
suave y ligera al pronto, como la matinal, pero que no tardó en cerrarse, ya
densa y pegajosa, impidiendo ver a dos pasos los objetos. Don Vidal refunfuñó
entre dientes:
-Mal pleito para embarcarse.
Vararemos.
Y ello es que no había otro recurso
sino regresar a la villa...
Al acercarse a la barca los
expedicionarios, no parecían ni patrón ni remeros. La registradora empezó a
renegar:
-¡Dadles vino a esos zánganos! ¡Bien
empleado nos está si nos amanece aquí!
Por fin, al cabo de media hora de
gritos y búsqueda, se presentaron sofocados y tartajosos los remerillos. Del
patrón no sabían nada. Se convino en que era inútil aguardar al muy borrachín;
estaría hecho un cepo en alguna cueva del monte; y el remero más mozo, en voz baja,
se lo confesó a don Vidal:
-Tiene para la noche toda. No da a
pie ni a pierna.
-¿Sabéis vosotros patronear?
-preguntó Cesáreo, algo alarmado.
-Con la ayuda de Dios, saber sabemos
-afirmaron humildemente. Se conformaron los expedicionarios, y momentos después
la embarcación, a golpe de remo, se deslizaba lentamente por el río. Asía don
Vidal la caña del timón y guiaba, obedeciendo las indicaciones de los
prácticos.
Hacía frío, un frío sutil, pegajoso.
La gente joven empezó a cantar tangos y cuplés de zarzuela. El boticario, para
lucir su voz engolada, entonó después el Spirto. Las señoras se arropaban
estrechamente en sus chales y manteletas, porque la húmeda niebla calaba los
huesos. Cesáreo, extendiendo su ancho impermeable, cobijaba a Candelita, y
confundiendo las manos a favor de la oscuridad y del espeso tul gris que los
aislaba, los novios iban en perfecto embeleso.
-Nadie ha querido como yo en el mundo
-susurraba el hijo del mayorazgo al oído de su amada.
-Esto no es cariño, es delirio, es
enfermedad. ¡Soy tan feliz! ¡Ojalá no lleguemos nunca!
-¡Ciar, ciar, pateta! -gritó,
despertándole de su éxtasis, la voz vinosa de un remero-. ¡Que vamos cara a las
peñas! ¡Ciar!
Don Vidal quiso obedecer... Ya no era
tiempo. La barca trepidó, crujió pavorosamente; cuantos en ella estaban, fueron
lanzados unos contra otros. La frente de Cesáreo chocó con la de Candelita. En
el mismo instante empezó a sepultarse la barca. El agua entraba a borbollones y
a torrentes por el roto y desfondado suelo. Ayes agónicos, deprecaciones a
santos y vírgenes, se perdían entre el resuello del abismo que traga su presa.
Era el río allí hondo y traidor, de impetuosa corriente. Ningún expedicionario
sabía nadar, y se colaban apelotados en los abrigos y chales que los protegían
contra la penetrante niebla, yéndose a pique rectos como pedruscos.
Aturdido por el primer sorbo helado,
Cesáreo se rehízo, braceó instintivamente, salió a la superficie, se
desembarazó a duras penas del impermeable y exclamó con suprema angustia:
-¡Candela! ¡Candelita!
Del abismo negro del agua vio confusamente
surgir una cara desencajada de horror, unos brazos rígidos que se agarraron a
su cuello.
-¡No tengas miedo, hermosa! ¡Te
salvo!
Y empezó a nadar con torpeza, a la
desesperada. Sentía la corriente, rápida y furiosa, que le arrastraba, que
podía más.
-Suelta... No te agarres... Échame
sólo un brazo al cuello... Que nos vamos a fondo...
La respuesta fue la del miedo ciego,
el movimiento del animal que se ahoga: Candelita apretó doble los brazos,
paralizando todo esfuerzo, y por la mente de Cesáreo cruzó la idea: «Moriremos
juntos».
El peso de su amada le hundía,
efectivamente; el abrazo era mortal. Se dejó ir; el agua le envolvió. Su
espinilla tropezó con una piedra picuda, cubierta de finas algas fluviales. El
dolor del choque determinó una reacción del instinto; ciegamente, sin saber
cómo, rechazó aquel cuerpo adherido al suyo, desanudó los brazos inertes; de
una patada enérgica volvió a salir a flote, y en pocas brazadas y pernadas de
sobrehumana energía arribó a la orilla fangosa, donde se afianzó, agarrándose a
las ramas espesas de los salces. Miró alrededor: no comprendía. Chilló,
desvariando:
-¡Candelita! Candela!
La sobrina del arcipreste no podía
responder: iba río abajo, hacia el gran mar del olvido.
Emilia Pardo Bazán (Cuentos del
terruño)
Bueno. Espero que hayáis disfrutado
con la lectura. El ejercicio no tiene mucho que explicar y confieso que reviste
su dificultad, pero sé que sabréis abordarlo. Se trata de que escribáis textos,
más o menos largos, como queráis, imitando el estilo de alguno de estos autores
o autoras. Todos los que queráis pero, ya sabéis, imitad sólo a un autor por
texto, no hagáis gazpachos. Este ejercicio no debe extrañar. ¿No se manda acaso
a los alumnos en las Escuelas de Arte que hagan algo similar visitando tal o
cual museo? Ánimo, entonces. Que la labor sea fructífera.
Dado que vuestras composiciones pueden ser más o menos largas, esta vez también se pondrán en forma de comentarios a este post.
Precedidos por el número del texto que imitáis y firmados por vuestro @nombre.
La actividad se desarrollará desde el 8 al 12 de abril.